jueves, 28 de julio de 2011

La tierra es de quien la trabaja



por Euclides Fuentes Arroyo

El clamor de los hombres del campo, hace más de 50 años, que reclamaban la tierra para quien la trabaja, a lo largo y ancho de nuestra América, se materializó en la mayor de las islas del Caribe cuando triunfó la Revolución Cubana. En 1959 Fidel Castro dio cumplimiento al juramento formulado a los guajiros sin tierra, promulgó la ley de Reforma Agraria que acabó con los latifundios en vastas extensiones que eran explotadas por terratenientes, en detrimento de aquellos que la regaban con el sudor de su frente, trabajando de sol a sol o bajo las inclemencias del clima.. El mismo fenómeno golpeaba a los campesinos de Centro y Sudamérica cuando no sólo la burguesía local acaparaba terrenos, sino que el poder omnímodo de Mamita Yunai, como se identificó a la transnacional United Fruit Company, quitaba y ponía Presidentes, como bien lo reconocen los panameños al servicio de los gobiernos de entonces, al afirmar que mandamases de la compañía tenían más poder en las fincas bananeras de Chiriquí y Bocas del Toro, que el mismísimo inquilino del Palacio de las garzas.. El impacto de la reforma agraria cubana, como medida primaria de los cambios revolucionarios impulsados en la isla por los barbudos que bajaron de la Sierra Maestra, hizo temblar al imperio y motivó que el Presidente Kennedy, temeroso del despertar de la conciencia en los pueblos de lo que siempre han considerado su patrio trasero, promovió la llamada Alianza para el Progreso, como mecanismo para contener el avance de los programas sociales y la liberación de los pueblos secularmente avasallados por una minoría sumisa a la voluntad de los inquilinos de la Casa Blanca y los consorcios monopolistas que la sostienen. Ha pasado más de medio siglo y el pueblo panameño deplora que ahora, entrada ya una nueva centuria, algunos de sus hijos encumbrados en las esferas oficialistas olviden su origen de clase, a pesar del nivel académico alcanzado, trillen por los caminos de la indolencia ciudadana para convertirse en nuevos geófagos que, premunidos de su fortuna, despojan de tierras al trabajador del agro que toda su vida ha sacado el sustento de esos predios donde nació o se afincó cuando tuvo que emigrar buscando nuevos horizontes. Las leyes que se modificaron a mitad del siglo pasado para posibilitar la titulación de tierras en áreas rurales, no fueron concebidas para beneficiar a ministros de Estado, ni a funcionarios de alto nivel de los gobiernos.

Fueron dirigidas, precisamente, a ese sector de la sociedad que las cultiva para producir los frutos y animales para alimentación de los pobladores. No puede resultar gracioso, sino enérgicamente repudiable, que la influencia oficialista tuerza el espíritu de una reforma agraria, para dotarse de gran cantidad de hectáreas, y sobre todo pagando precios irrisorios justamente aquellos que tienen todo el poder adquisitivo. Es una vergüenza nacional que jefes de carteras ministeriales, con disciplinas que deben ser ejemplo de subordinación a la más estricta ética profesional, abandonen la trayectoria rectilínea para sumergirse en prácticas que si bien no entran, por capricho de la legislación, en nivel de ilegalidad, sí están dentro de la esfera de la inmoralidad. De qué han servido sus estudios si los mismos no han podido afianzar la toma de conciencia que humaniza, para regodearse como desclasados aprovechadores del entorno de corruptela que caracteriza al sistema. Nada justifica que quien despacha desde un estanco burocráticamente refrigerado, asuma que tiene derecho a privar de pan al humilde agricultor. La tierra es de quien la trabaja, como establecen los cánones de la dignidad